Don de los estigmas de San Francisco de Asís:
del Tú de Dios al tú de cada hermano.
El amante se convierte en el amado.
Mis hermanos de la Delegación San Francisco de Asís de Chile, mis Hermanas Clarisas Capuchinas del monasterio de la Santísima Trinidad de Santiago y del Monasterio Santa Clara de Pucón, mis hermanos y hermanas, laicos y laicas capuchinos y de la Orden tercera, al pueblo de Dios simpatizante con nuestro carisma franciscano, deseo qué ¡El Señor te dé la Paz!
Nosotros como Familia Franciscana, en este mes de septiembre, volvemos nuestra mirada al Monte Alverne, también conocido por «Calvario Franciscano», lugar geográfico y espiritual donde el Padre Seráfico San Francisco, «dos años antes de su muerte» (1Cel 94), después de un intenso itinerario en la búsqueda de la conformidad con Cristo, llegó «a la cumbre de la perfección del Evangelio» (LM 13,10), cuando se le imprimieron «en las manos y los pies las señales de los clavos, iguales en todo a lo que antes había visto en la imagen del serafín crucificado» (LM 13,3).
Hoy, 17 de septiembre, celebramos el octavo centenario de la estigmatización de San Francisco de Asís. Sabemos cuánto el misterio de la cruz fue decisivo y marcó la totalidad de la vida de san Francisco de Asís. La emblemática cruz del sueño de Espoleto (LM 1,3), que en el Crucificado de San Damián (2Cel 10; LTC 13; LM 1,5) adquiere un rostro definido, se convierte en mandato de la Palabra del Señor después de comprender el Evangelio en la iglesia de la Porciúncula (1Cel 22). Por eso, la estigmatización de san Francisco de Asís en el Monte Alverne no puede ser considerada como un hecho aislado y/o extraordinario, o reducido tan solo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz en septiembre de 1224. La contemplación de la presencia de san Francisco en el monte Alverne para la cuaresma de san Miguel, dentro de la cual se produce la estigmatización, debe ser entendida a partir de la lógica del Evangelio del seguimiento de nuestro Señor Jesucristo, principio de la vida y de la vocación franciscana: «Si alguien quiere venir tras de mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame» (cf. AP 11; LM 3,3).