El 13 de marzo de 2013, el mundo contuvo la respiración cuando la chimenea de la Capilla Sixtina comenzó a soltar una densa humareda blanca.
Era la señal que los corazones creyentes esperaban: «Habemus Papam». En la Plaza de San Pedro, una multitud vibrante, armada de rosarios y plegarias, estalló en júbilo. La Iglesia tenía un nuevo pastor, y su nombre era Francisco.
Un cónclave inesperado, una elección providencial
Aquel cónclave llegó tras un hecho histórico que aún dejaba atónito al mundo: la renuncia de Benedicto XVI. Por primera vez en siglos, un Papa había decidido, en humildad y oración, dejar paso a un sucesor en vida. La barca de Pedro parecía zarandearse en aguas inciertas, y muchos se preguntaban qué rumbo tomaría la Iglesia. El cónclave reunió a 115 cardenales, hombres de diversas culturas y experiencias, pero todos conscientes de su misión: no elegir según criterios humanos, sino discernir la voz del Espíritu Santo. En el silencio y la oración, en aquellas jornadas de deliberación, cada uno fue despojándose de sus propios esquemas, dejando espacio para la gracia de Dios.

El nombre que lo cambió todo
Cuando el Cardenal Jean-Louis Tauran pronunció las palabras «Georgium Marium Bergoglio», el desconcierto fue inmediato. ¿El arzobispo de Buenos Aires? ¿Un jesuita? ¿Un Papa del fin del mundo? Sin embargo, el asombro se convirtió en emoción cuando apareció en el balcón de la Basílica de San Pedro. No llevaba la estola papal. Su primera palabra fue un sencillo «Buonasera». Luego, inclinó la cabeza y pidió, con una humildad que desarmó corazones: «Recen por mí».


El Papa de la Misericordia
Desde ese momento, el Papa Francisco ha sido un pastor que rompe esquemas, pero siempre con la brújula puesta en el Evangelio. Optó por la sencillez, la cercanía, el amor preferencial por los pobres. Nos ha recordado que la Iglesia no es una institución fría, sino un hospital de campaña donde se acoge al herido. Nos ha hablado de misericordia con el corazón ardiente de quien ha sido alcanzado por ella. Doce años después, aquel cónclave de 2013 resuena como un momento providencial en la historia de la Iglesia. Fue el día en que el Espíritu Santo sopló con fuerza y nos recordó que, más allá de cálculos y pronósticos, Dios sigue guiando a su pueblo. Sigamos orando por el Papa Francisco. Que el Señor lo fortalezca y lo guíe, para que siga siendo testigo de la alegría del Evangelio en un mundo que tanto la necesita.
Hno. Mauricio Silva dos Anjos
Hermano Menor Capuchino de Chile