Hermanos, siguiendo con nuestra reflexión, damos un paso más; esta vez queremos dedicar nuestra reflexión al “Cántico de las criaturas”, llamado también el “Cántico del hermano sol”.
Son muchas las cosas que se pueden decir a propósito de este escrito de san Francisco, compuesto por allá por los años 1225, después de haber tenido una noche pésima, molestado por innumerables ratas. Increíble que después de haber tenido una noche de esta envergadura el “Poverello” haya compuesto este bello cántico, que no es fruto de un romanticismo barato o de un simple arranque bucólico.
Francisco fue un verdadero intérprete de la creación. Es que “las cosas no saben mentir”, dijo Aristóteles. Y Francisco, con mirada contemplativa, de enamorado de Dios, supo ver más allá de la hermosura de la creación. No se detuvo en la hermosura de las cosas creadas. No vio las cosas hermosas, sino al que es la Hermosura en sí; no vio lo bueno de la creación, sino al que es el Sumo Bien, todo Bien, el único Bien.
El ser humano, cegado por el pecado, no ha sido capaz de ver, ni leer el mensaje de la creación. El hombre necesita una clave para poder descifrar el misterio de la Creación. Francisco descubrió esa clave para entenderlo todo. Esa clave es CRISTO, que se encarnó y se hizo parte de la creación, siendo su punto álgido, meta de todo lo creado. Por Cristo toda la creación adquiere un sentido teológico. ¡Y Francisco descubrió esta clave al encontrar a Cristo! Francisco se hace voz de la creación y es capaz de alabar al Creador sin detenerse en la criatura. Admira a la criatura, pero va más allá, admira al Creador.
Pero Francisco, por encima de su sensibilidad temperamental, posee una robusta personalidad de creyente, y un creyente que no se paga de principios abstractos sino de vivencias. Para él las criaturas inferiores son eso, criaturas, manifestaciones del poder de Dios, mensajeras suyas, medios para que el hombre le conozca y le ame. Sabe percibir en ellas la belleza y la bondad que se eleva a la fuente de todo bien, hacia Aquel que es «todo el bien». « ¿Quién será capaz -se pregunta Celano- de narrar de cuánta dulzura gozaba Francisco al contemplar en las criaturas la sabiduría del Creador, su poder y su bondad? En verdad, esta consideración le llenaba muchísimas veces de admirable e inefable gozo viendo el sol, mirando la luna y contemplando las estrellas y el firmamento» (1 Cel 80).
Quien mejor supo entender e interpretar esta Cántico fue el Papa Francisco al escribir la “Laudato si”. Precisamente en sus dos primeros números de esta encíclica escribe: «Laudato si’, mi’ Signore» – «Alabado seas, mi Señor», cantaba san Francisco de Asís. En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba»[1]. Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura”.
Mucho más podemos decir, pero quedémonos con esto: somos parte de la Creación, respetémosla, cuidémosla.
Paz y Bien.