Francisco representa a un alter Christus; era verdaderamente un icono vivo de Cristo. También fue llamado «hermano de Jesús». De hecho, este era su ideal: ser como Jesús, contemplar al Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola también a sus hijos espirituales. La primera bienaventuranza del Sermón de la Montaña – «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3) – encontró una luminosa realización en la vida y en las palabras de san Francisco. Verdaderamente, queridos amigos, los santos son los mejores intérpretes de la Biblia; estos, encarnando en su vida la Palabra de Dios, la hacen más atractiva que nunca, de forma que ella habla realmente con nosotros. El testimonio de Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con entrega y libertad totales, sigue siendo también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la confianza en Dios, uniendo también un estilo de vida sobrio y un desapego de los bienes materiales.
Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su sencillez, su humildad, su fe, su amor a Cristo, su bondad con cada hombre y cada mujer lo hicieron alegre en toda situación. En efecto, entre la santidad y la alegría subsiste una relación íntima e indisoluble. Un escritor francés dijo que en el mundo solo existe una tristeza: la de no ser santos, es decir, la de no estar cerca de Dios. Viendo el testimonio de Francisco, comprendemos que este es el secreto de la verdadera felicidad: ¡ser santos, estar cerca de Dios!